Alejandro Pohls
Hace medio siglo, México
era jauja, con música y parrandas por doquier. Había burdeles de lujo; en ellos
era donde, con abundancia, los empresarios apalabraban sus negocios con los
políticos y se urdían las intrigas del poder. El burdel más famoso de México,
por mucho, fue el de La Bandida, Graciela Olmos; ahí se daba cita la gente
importante: potentados, artistas, periodistas, toreros, juniors, empresarios,
políticos, entre ellos Fidel Velázquez y Fernando Amilpa, que dejaron de usar
sombrero porque lo olvidaban en casa de La Bandida. Fue el propio Velázquez
quien ayudó a Graciela para abrir el negocio.
“Lo de casa es un decir”, comenta
Estrella Newman. “Estamos hablando de una residencia amplísima, reluciente de
limpia, con funcional distribución, amplio comedor central, elegante bar, finas
cortinas, siete cocineras, cien hermosas mujeres de planta, cien camareros,
sesenta guitarras, legiones de músicos y cantantes...”.
Para entonces, La
Bandida ya tenía amigos como el compositor Agustín Lara, el poeta Pablo Neruda
y el muralista Diego Rivera. En su salón actuaron grandes cantautores, como
José Alfredo Jiménez, Álvaro Carrillo y Cuco Sánchez. Y otros más, dice
Estrella Newman, al citar entre ellos a Miguel Aceves Mejía y Beny Moré, “a
quien le encantaba ir a beber y cantarle a las muchachas”, y “tríos
espléndidos” como Los Panchos, Los Tres Ases y Los Diamantes.
“No pocas de las
bellezas que ahí trabajaron terminaron como artistas de cine y teatro, otras
son actualmente señoras de la alta sociedad, ricas y con hijos profesionistas
exitosos”. La pintora, escritora y fotógrafa Estrella Newman narra en su libro
La casa de La Bandida que Graciela Olmos cuidaba y capacitaba a sus muchachas,
porque decía que: “donde hay buenas putas, no hay hambre”. En efecto, las muchachas
de Graciela tenían que asistir todos los días a clases de estética y danza con
el maestro Alfonso Vargas; clases de natación con René Muñiz; de buenos modales
y urbanidad con la maestra Rosita.
En el prólogo a la obra
de Estrella Newman, Salvador Paniagua comenta: “La vida de Graciela Olmos, La
Bandida, no refleja rincones oscuros de México, al contrario, con las verdades
de su tiempo alumbra muchas vergüenzas que oficiosamente se han tratado de
ocultar. Quede claro desde este momento, se está hablando de la verdadera vida
de una auténtica señora legendaria. Graciela y La Bandida vivieron su historia,
luego el pueblo, al contarla, la volvió leyenda”.
En la primera década del
Siglo XX, Francisco Villa y José Hernández, antiguo maestro apodado El Bandido,
comenzaron a asaltar haciendas para luego quitarse la etiqueta de gavilleros y
ponerse la de revolucionarios. Éstos llegaron hasta la hacienda de
Buenaventura, donde vivían los hermanitos Olmos, y arrasaron con todo y con
todos, asesinando a su gente, al patrón, a muchos trabajadores de la hacienda,
incluidos los padres de Graciela, quien tuvo que huir en compañía de Benjamín,
su único hermano.
Estrella Newman añade
que: “huyendo de la tragedia que habían vivido en Chihuahua, los hermanos
Olmos, Graciela y Benjamín, quien andando el tiempo se haría sacerdote,
lograron llegar a la Ciudad de México en 1907. Ya en la Gran Urbe, entre otros
oficios, vendían periódicos y dormían en los pórticos de las iglesias”. Lo
anterior, lo refiere con satisfacción la maestra Newman, que a lo largo de 15
años de charlas y confidencias pudo recabar de La Bandida los pormenores de su
extraordinaria vida, que serán conocidos en un libro que estará próximamente en
el mercado...
Una pareja porfiriana
-prosigue Newman- la recoge, la adopta y la manda a aprender a leer y a
escribir en el colegio de Las Vizcaínas. Pero con la caída de Porfirio Díaz la
pareja se va a vivir a España y envía a Graciela a un internado de monjas en
Irapuato, donde en vez de alumna acaba como sirvienta, pues los padres
adoptivos dejaron de mandar dinero para su educación.
Allí ocurre el increíble
reencuentro con José Hernández, El Bandido. Ella de 18 años se casa con él en
matrimonio religioso, como condición para dejar el internado. Ya a su lado,
inicia su etapa como soldadera, en la que nutrirá su existencia y su
inspiración al conocer y convivir con futuras leyendas de carne y hueso, como:
Petra Herrera -autora del corrido Carabina 30-30-; Juana Gallo, La Sol, La
Valentina, Marieta y Adelita; esta última, una joven de buena familia de Ciudad
Juárez que por su dedicación alcanzó el grado de coronela de la Cruz Blanca,
que atendía heridos de ambos bandos.
Así que la fecunda
inspiración de Graciela Olmos como compositora de corridos -continúa Estrella-
no es urbana ni de oídas, sino que brota de la vida vivida en el frente de
batalla como miembro de las fuerzas villistas.
Fue una auténtica juglar
de la época revolucionaria que, además, ya en la Ciudad de México, retrató en
nuevos corridos, ahora citadinos, a infinidad de personajes, antiguos conocidos
o políticos nuevos que desfilaron por sus esplendorosas casas de citas, pues
conforme crecía la ciudad o cambiaban los funcionarios, ella tenía que reubicar
la suya.
Por eso, junto a
corridos tan buenos como Siete Leguas, Benito Canales o Benjamín Argumedo, hay
boleros de la calidad de La Enramada, que han grabado innumerables tríos y
solistas, y La diosa del mar, mejor conocida como La Carabela, éxito póstumo de
Javier Solís. Las letras de varias composiciones fueron a propósito de diversos
políticos, entre ellos Ruiz Cortines, militares, empresarios y demás...
Prosigue la biógrafa: “A
los 20 años de edad, Graciela Olmos queda viuda de José Hernández, El Bandido,
quien murió en la batalla de Celaya, y decide volver a la Ciudad de México.
Allí, Graciela se dedica a jugar, fuerte, al póquer, y para colmo, se ve
involucrada en la venta de joyas junto con Juan Mérigo, de la Banda del
Automóvil Gris, por lo que a finales de 1922 se traslada a Ciudad Juárez. Al
enterarse del asesinato de Francisco Villa, en 1923, cruza a El Paso, Texas,
donde el general villista Rodrigo M. Quevedo la incorpora a un negocio
insólito: la fabricación de whisky en Ciudad Juárez y su venta en Chicago.
Graciela era mujer de
trabajo, de organización y de agallas -continúa Newman-, por lo que pronto la
pusieron al frente de un distrito en esa ciudad, precisamente en los dominios
de Al Capone, quien complacido por el desempeño de sus socios mexicanos cierta
vez invitó al general Quevedo y a La Bandida a su lujosa mansión, donde ofrecía
una gran fiesta a miembros de la mafia. Ahí, recordaba Olmos, el mismísimo
Capone le pidió que cantara Cielito Lindo, La Cucaracha y La Adelita, esta
última se la acompañó en español el famoso y temible gángster.
“Pero no todo eran
brindis y fiestas, por lo que al poco tiempo Graciela decidió mejor huir y
vestida con un traje de hombre a su medida, sombrero y un maletín con 46 mil
dólares enfiló presurosa rumbo a la frontera mexicana. En 1929 encontró en
Tampico a El Chato Guerra, promotor artístico, quien luego sería el dueño del
cabaret Folies Bergère en la capital, pero este individuo llevó a la quiebra a
Chela con malas inversiones y peores partidas de póquer”.
Obviamente, la compañía
también quebró, pero Graciela se hizo amiga de la estrella del espectáculo Ruth
Delorche. “Era tal la belleza de Ruth, amante por entonces del general Calles,
que Agustín Lara, deslumbrado e inspirado, le compuso Señora Tentación”.
Graciela le contaba a la maestra Newman que: “muchas mujeres se habían
paqueteado con el cuento de que Agustín se inspiró en ellas, pero la verdad es
que esa canción se la inspiró Ruth Delorche.”
La buena relación de
Graciela con Ruth se fracturó luego de advertirle que no quería nada de
parodias ni protagonismos. Llevó a La Bandida a una fiesta que daba el general
Calles en Cuernavaca. Como Graciela Olmos descubriera entre los comensales a
varios tenientes, capitanes y coroneles villistas convertidos ahora en
generales e incrustados en el Gobierno en turno, contrariada decidió estrenar
ahí su sentido corrido “Siete Leguas”, que había compuesto en honor del
Centauro del Norte, pues su lealtad a éste rebasó inclusive el amargo recuerdo
de Celaya. Ruth nunca le perdonó que le arrebatara los reflectores y la atención
de Calles...
En el Gobierno
cardenista se inició una fuerte campaña contra las casas de juego, que iban de
la mano de las casas de citas, por lo que Graciela manejó sus negocios desde un
penthouse del lujoso hotel Regis, por abajo del agua y pagando frecuentes
multas para que sus muchachas fueran puestas en libertad inmediatamente...
Renombrados actores y cómicos, pelotaris, tahúres y propietarios de caballos de
carrera, eran sus amigos y clientes, así como Diego Rivera y Pablo Neruda, sin
faltar los políticos que fueron sus protectores como Miguel Alemán, Maximino
Ávila Camacho, Ernesto P. Uruchurtu... Y claro, figurones del toreo de esa
época como El Soldado, hermano espiritual de Graciela, Silverio, Garza y
Manolete, que no era místico delante de las mujeres, sino pundonoroso delante
de los toros, dice la maestra Newman.
Sin dinero -concluye
Estrella Newman-, por casi todos olvidada, una noche de mayo de 1962 Graciela
Olmos descansó de decirle sí a la vida. Fue amortajada por la madre superiora
de un asilo de huérfanos, al que Graciela siempre mantuvo y ayudó. Alcanzó a
llegar a darle los últimos auxilios y a echar agua bendita sobre su féretro su
hermano sacerdote, Benjamín, El Beato, como ella le decía. No pudo tener mejor
epitafio que su propia inspiración en su canción La Enramada: “Ya la enrama se
secó/el cielo el agua le negó...”.
Su amiga Estrella Newman, una artista polifacética y exponente de esa casta
de mexicanas de carácter bravío, revela ahora en la biografía autorizada La
casa de La Bandida, los pormenores de la azarosa vida de Olmos, que fue
soldadera del Ejército revolucionario de Pancho Villa, cantautora de rancheras
y boleros, joven viuda, traficante de whisky en EU y la mayor empresaria del
lenocinio en el México del ayer. Al decir del diario “La Jornada”, el libro, a
punto de publicarse, es “el relato de una existencia que rebasa toda ficción.