Los hombres de Meade.
Alberto Aguirre/El Economista
Apenas iba a cumplir 20 años cuando José
Ramón Martel López tuvo su primer cargo partidista como secretario de Acción
Política del MNJR. Justo comenzaba el sexenio lopezportillista, la organización
juvenil del partido en el gobierno había visto pasar a Fidel Herrera y Roberto
Madrazo.
Martel había dejado su natal San Luis
Potosí para estudiar en la UNAM, en la Ciudad de México. Luego de tres décadas
ininterrumpidas de trabajo en la administración pública y la vida partidista,
en diciembre del 2012 fue propuesto por el presidente Enrique Peña Nieto como
secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.
Su designación tenía que ser ratificada por
el Senado de la República, pero antes del trámite legislativo, Isabel Miranda
de Wallace, de la organización Alto al Secuestro, advirtió al entonces
secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, que Martel no era
elegible, porque no estaba titulado.
Con los estudios concluidos, el dos veces
diputado federal —la última vez, en la LXI Legislatura donde compartió curul
con Luis Videgaray, Francisco Rojas, César Augusto Santiago y Alfonso Navarrete
Prida, entre otros— efectivamente, carecía de cédula. Cuando su futuro jefe le
inquirió sobre el particular, reconoció la omisión y pidió un mes para cumplir
con los trámites ante la Dirección General de Profesiones. No le dieron ni 15
días.
Agraviado, se alejó del peñismo casi tres
años, hasta que su paisano José Antonio Meade lo llamó para incorporarlo como
asesor en la Secretaría de Desarrollo Social. Él, Augusto Gómez Villanueva y
Heriberto Galindo Quiñones formaban parte del “consejo de notables” que
aconsejaban al economista, mientras el grupo compacto encabezado por Vanessa
Rubio y Virgilio Andrade comenzaba a trabajar en el proyecto político que cristalizó
hace seis meses con la nominación presidencial.
Martel y Galindo, con la operación política
de José Encarnación Alfaro y José Murat Casab —entre otros viejos militantes
del MNJR— lograron romper los candados que prohibían la postulación de un
político sin carrera partidista o cargos de elección popular. Y al arranque de
la campaña, ambos fueron ratificados como asesores del candidato.
Así estuvieron hasta hace un mes, cuando la
silla de Martel quedó vacía en los war room que diariamente sesionan en la casa
de campaña. El político potosino había levantado la mano para encabezar el PRI,
como sustituto de Enrique Ochoa Reza, y también reclamaba una posición en la
lista nacional de senadores por el tricolor.
Ambas propuestas llegaron a Los Pinos,
donde le cerraron la puerta porque había otras prioridades (entre ellas,
garantizar un espacio a la exembajadora de México en Brasil, Beatriz Paredes, a
pesar de sus vinculaciones con el caso Odebrecht) y, principalmente, porque
decidieron que Ochoa Reza y Aurelio Nuño quedarán en sus posiciones.
Eso fue hace un mes. El rumbo de la campaña
podría obligar a cambios en la dirigencia partidista y en la coordinación de
campaña, pero Martel —eso es seguro— no volverá al entorno meadeadista.
Ayer por la mañana, sin recato ni
vergüenza, se dejó ver en un desayunadero de Polanco con Julio Scherer Ibarra y
Alfonso Durazo Montaño.